Cúcuta
En Cúcuta sucede algo. Desde hace bastante. Hay mucho ruido. Se acusan entre todos y fluye demasiado información, que suena inverosímil, y que no se ha confirmado. Me ha llegado. Que esto pasó, que la plata rodó por acá, que acá se gastó esto y esta persona se compró un apartamento con lo que se ganó acá, que los militares reclaman, que el cheque, que el embajador, que qué bolas.
Muchos están indignados con un caso que parece etéreo, difícil de palpar. Pero basta con escudriñar un poco para saber que no hay solo ruido y que las acusaciones no se alejan tanto de la realidad. «Es muy desagradable», me dicen.
La oferta
Fue un fracaso. Un rotundo fracaso. Son muchas las razones. Improvisación, manejo de información desacertada, mediocridad o simple ingenuidad. El 23 de febrero ningún camión cargado con ayuda humanitaria pudo entrar a Venezuela. En cambio, hubo fuerte represión en la frontera. Reproducción irritante de ese juego de piedras contra balas en el que siempre salimos perdiendo. Gas, mucho gas, y el sonido de los casquillos contra el asfalto.
No obstante, entre la derrota, se quiso interpretar un hecho como la gran conquista del día: decenas de militares habían abandonado al régimen de Nicolás Maduro y se habían sumado al Gobierno legítimo del presidente Juan Guaidó. La cifra de ese 23 de febrero fue de más de cuarenta. A los tres días, ya iban más de 270 funcionarios. Paulatinamente, a cuentagotas, uniformados se iban subordinando al presidente Guaidó.
Pero lo que lucía como un guiño del inminente desmoronamiento del régimen de Nicolás Maduro se terminó convirtiendo en un serísimo problema político, y de salud pública, para los Gobiernos de Iván Duque y Guaidó.
Las reseñas sobre quienes engrosan la lista de desertores son terribles. «Se cuentan con los dedos los militares decentes que están allí», me dice alguien de Cúcuta. Y, para mayor indignación, no todos los que son tratados como grandes institucionalistas y corajudos llegaron a Cúcuta luego de huir del régimen de Nicolás Maduro.
Ante la jugosa oferta de amparo financiero, militares que habían emigrado a Perú o a Ecuador, antiguos funcionarios, civiles con documentos falsificados, se presentaron en Cúcuta a vociferar su supuesto respaldo al nuevo Gobierno de la oposición venezolana.
La oferta que atrajo a tantos fue una consecuencia de la retórica que venía manejando el Gobierno de Guaidó antes del 23 de febrero. Todo aquel militar que abandone a Maduro será un héroe y, por lo tanto, será tratado como un héroe. Surprise, los héroes no se mueren de hambre.
Estadía en hoteles, manutención de ellos y su familia; medicinas, comida, hospital, lo que necesitaran. Y, claro, la continua invitación a quienes podían —o pueden, según los necios— generar el quiebre militar que tanto se busca ahora debía partir de dejar claro que los militares en Cúcuta estarían cómodos, tendrían privilegios y serían homenajeados. Las mieles de abandonar a Maduro.
El desalojo
Los militares se terminaron hospedando en siete hoteles. La cifra oficial que había reportado el Gobierno de Juan Guaidó, ya para abril, era de 1 285 funcionarios. El pequeño ejército con el que contaba el presidente, pero que hasta ahora daba muy mala impresión en Cúcuta. Prostitutas, alcohol y violencia. Exigían y exigían. Pero poco podían hacer los hoteles. Al final, aquello no era de gratis.
De los hoteles, el Gobierno de Colombia se estaba encargando del pago de unos y ACNUR, la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados, de otros, incluidos los hoteles Hampton Inn y el Villa Antigua, en Villa del Rosario. A Venezuela, representada por Guaidó, le correspondía el pago de solo dos hoteles: el Ácora y el Vasconia.
Sin embargo, a principios de mayo, se empezó a tensar la realidad de los desertores. El Gobierno de Juan Guaidó no les respondía. El hotel Ácora, administrado por Venezuela, no había recibido el pago y, para el 6 de mayo, guardaba una deuda de 60 millones de pesos (unos US$ 20 mil).
Al columnista del PanAm Post, Emmanuel Rincón, un militar en Cúcuta, bajo condición de anonimato, le aseguró que el Gobierno de Juan Guaidó era inconsciente con ellos.
Finalmente, ante la incapacidad de sostener esa realidad, el hotel Ácora decidió desalojar a los 65 militares y sus familiares.
Todos apuntaron a la embajada. Se supo que el embajador de Guaidó en Colombia, el exministro y reconocido político Humberto Calderón Berti, había enviado un cheque de 27 millones de pesos que, por un mal cálculo, rebotó, como reporta el medio colombiano Las 2 Orillas. Era dinero que sacaba de su bolsillo, según me comentó alguien cercano a trabajadores del hotel Ácora. Pero eso realmente no le correspondía a él. Era en Caracas donde se saldaban esas cuentas. En el desespero ante la presión, ante las acusaciones odiosas e irracionales, el embajador intentó concluir el impasse.
El robo
A este punto, la pregunta natural que debería surgir es: ¿qué ocurrió con los fondos para pagar el hotel en el que se hospedaban los militares? El Gobierno de Guaidó, el de Duque y representantes de ACNUR habían acordado, semanas antes, la distribución de los fondos y la responsabilidad que asumirían cada uno.
Afortunadamente, en honor a la verdad, la pregunta no se queda sin respuesta. La hay y, para entender qué es lo que ha ocurrido, que va mucho más allá del pago de algún hotel en Cúcuta, hay que regresar al 23 de febrero de este año, cuando de un gran fracaso se logró tejer una red de corrupción.
Los diputados José Manuel Olivares y Gaby Arellano, con meses exiliados en Colombia, eran los que conducían con mayor sutileza y detalle toda la parte operativa relacionada a los esfuerzos por ingresar ayuda humanitaria a Cúcuta. Olivares, particularmente, llevaba días manejando, junto a otros activistas venezolanos, la eventual posibilidad de un quiebre militar en la frontera que derivaría en el gran triunfo del ingreso de la ayuda humanitaria a Venezuela.
Pese a la relevancia de Olivares y Arellano, su cercanía al Gobierno de Colombia, su compromiso desde el 2014 con el tema y su cabal entendimiento de lo que ocurría en la frontera, ambos fueron inesperadamente apartados de una responsabilidad clave.
El 24 de febrero, al día siguiente de que decenas de militares cruzaran la frontera hacia Colombia, el presidente Juan Guaidó firmó una carta en la que se autorizó a Rossana Barrera y a Kevin Rojas, ambos militantes de Voluntad Popular, la atención de «la situación de los ciudadanos venezolanos, civiles y militares, que ingresan a territorio colombiano, buscando ayuda y refugio», reza la misiva.
En el prestigioso medio El Tiempo de Colombia se lee que tanto Barrera como Rojas habían sido designados «para supervisar» la estadía de los militares en Cúcuta. Infobae reporta, de la mano de la periodista Sebastiana Barráez, que ambos son los «responsables de los aspectos de comando, logística y seguridad de los militares que están en Cúcuta».
Estos nombres son claves; sin embargo, las miradas se deben posar sobre la mujer, Rossana Barrera, quien es la cuñada del diputado del partido Voluntad Popular, Sergio Vergara, mano derecha del presidente Juan Guaidó luego de que Roberto Marrero fuera secuestrado por el régimen de Maduro. Esto fue confirmado por un miembro del equipo de la presidencia.
Barrera, junto a Kevin Rojas, asumió completamente la operatividad de lo que ocurría en Cúcuta y se encargó del manejo de fondos para el pago de la estadía de los militares. Las alarmas se encendieron cuando, según me dijo un funcionario de la inteligencia colombiana, Barrera y Rojas empezaron a llevar una vida que no se correspondía con quienes eran.
Me entregaron todas las pruebas. Facturas que demuestran excesos y, varias, extrañísimas, de diferentes talonarios, firmadas el mismo día y con estilos de escritura idénticos. Casi todas sin sello. Gastos de más de 3 000 000 de pesos en hoteles colombianos y en discotecas, por noche. Unos mil dólares en bebida y comidas. Gastos de ropa en carísimas tiendas de Bogotá y en Cúcuta. Reportes de alquiler de vehículos y pagos en hoteles a sobreprecio. Plata que fluía. Mucha plata.
Inteligencia colombiana fue la primera en precisar la anomalía. Nuevamente: en Cúcuta sucede algo.
Barrera, designada por Guaidó, empezó a desarrollar todo un entramado para malversar fondos relacionados a la ayuda humanitaria y la manutención de los militares en Cúcuta. Según me confirmaron tres fuentes diferentes, Barrera reportaba a Caracas el pago de los siete hoteles en los que se estaban alojando los uniformados y sus familiares. Caracas desembolsaba los fondos; sin embargo, a Venezuela, subrayo, solo le correspondían dos hoteles.
Otro incidente, del que se percató el Gobierno de Colombia, estuvo relacionada con la cifra de militares en Cúcuta. La información oficial, proveída por el Gobierno de Juan Guaidó al de Iván Duque luego de una valoración, era de más de 1 450 funcionarios. No obstante, una evaluación paralela de inteligencia colombiana concluyó en que Barrera y Rojas habían inflado la cifra de desertores. Realmente eran unos 700.
Barrera siguió, pero ya investigada por el Gobierno de Colombia. A mediados de mayo ambos encargados de la operatividad en Cúcuta se propusieron organizar una cena benéfica con el fin de recoger fondos para mantener a los uniformados y sus familiares. Aunque en un principio intentaron hacerlo con el aval de la embajada de Guaidó en Colombia, al final, ante la reticencia del embajador, lo hicieron por su parte. Sin embargo, como me comentaron dos miembros diplomáticos de Israel y Estados Unidos, respectivamente, Barrera envió invitación a las embajadas en Bogotá a nombre de la representación venezolana encabezada por Calderón Berti, utilizando un correo electrónico falso.
El evento iba a ser en el muy lujoso restaurante Pajares Salina ubicado en la exclusiva urbanización de Chicó Norte en Bogotá. Al final se tuvo que cancelar debido a que los miembros de la embajada pusieron al tanto a las otras representaciones de que ellos no auspiciaban el evento. Al contactar a la embajada y referirme a la invitación, me confirmaron que ellos nunca estuvieron detrás del intento de realizar una cena benéfica.
Ya para el momento el comportamiento de Barrera era insostenible e imposible de eludir. Una fuente de inteligencia de Colombia me dijo que compartió toda la información que poseía con la embajada venezolana y con el presidente Iván Duque. Les informaron de todo el material que tenían sobre Barrera y Rojas.
Según el miembro de inteligencia, la embajada hizo lo que le correspondía y avisó a Caracas. En concreto, me dijo el colombiano: «Leopoldo López y Juan Guaidó se enteraron de todo lo que hacían Rossana Barrera y Kevin Rojas».
Intenté contactar a Guaidó al respecto, le escribí, pero no hubo respuesta. Tampoco hubo respuesta de su jefe de prensa.
Ya para este momento el asunto era un secreto a voces. Todo el Gobierno colombiano estaba enterado. Cancillería, inteligencia y la presidencia. Aunque tácita, la intención hoy es que esto se filtre, que se sepa y se concluya. Poco a poco se volvía un escándalo imposible de sostener, lo que obligó a actuar al Gobierno de Juan Guaidó.
Rossana Barrera y Kevin Rojas fueron apartados del cargo aunque, entre conversaciones, Caracas mostraba una defensa a ultranza de ambos. Hubo amenazas y se trató de desviar la responsabilidad hacia la embajada de Calderón Berti.
Finalmente, ante las presiones a Caracas, Barrera acudió el 27 de mayo a una reunión con miembros de la embajada para someter sus gastos en Cúcuta a una auditoría. Un hombre, el diputado Luis Florido, la acompañó para abogar por ella, según comentó un allegado a uno de los que estuvo presente en la reunión.
La carpeta que entregó era pequeña. Muy pocas hojas para toda la escandalosa información que manejaba la inteligencia colombiana. Al final Barrera pudo entregar un soporte, bastante burdo, de US$ 100 000 que había gastado durante su estadía en Cúcuta. Varios montos de los que entregó no se correspondían con la realidad. La cifra es formidable pero, según me dijo el miembro de inteligencia, se queda corta.
Al preguntar en la embajada de Venezuela sobre si la reunión había ocurrido, me lo confirmaron. Sin embargo, no me quisieron dar ninguna información sobre quienes habían participado en el encuentro en Bogotá.
El Gobierno de Colombia está molesto. Muy molesto. Esto, junto al hecho de que jamás le notificaron de los diálogos escandinavos y los errores cometidos el 23 de febrero, los ha llevado a preguntarse cuál es el concepto que los venezolanos tienen por «aliado».
Aunado a ello, aunque hace más de treinta días se puso al tanto a López y a Guaidó del entramado de corrupción de sus emisarios en Cúcuta, no han recibido ninguna respuesta todavía.
La pérdida
Rossana Barrera y Kevin Rojas, además de ser responsables del sustento de los uniformados, también compartían obligación con todos aquellos que se debían encargar del manejo de las toneladas de ayuda humanitaria estacionada en Cúcuta y donada por varios países. Un nombre clave es el de Miguel Sabal, el designado por el Gobierno de Juan Guaidó para manejar todo lo relacionado a USAID.
Según me confirmaron tres fuentes, que pidieron, me ratificaron en todo momento que guardara su condición de anonimato por lo delicado de la denuncia, al menos el 60 % de todos los alimentos donados por aliados del Gobierno de Juan Guaidó se dañó. Me mostraron fotos sin compartírmelas.
La comida está podrida, me dice. «Todo lo que envió el presidente Piñera ya no sirve. Está ahí. No saben qué hacer con ello para que no se arme un escándalo. Lo quemarán, imagino».
T/Agencias